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La Argentina y la democratización de la tierra.

Por Norma Giarracca
Socióloga. Profesora Titular de Sociología Rural y Coordinadora del Grupo de Estudios Rurales del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires

 


Introducción

Los clásicos desde Karl Kautsky, hablaron de “la cuestión agraria” haciendo referencia a que la producción en base a la tierra constituía un problema, una seria dificultad. El problema se centra en que el factor de producción más importante del sector es la tierra y ella, aunque se comporta como una mercancía (se compra, se vende) no lo es. No es producto del trabajo humano sino constituye un “recurso natural”. Todos los recursos de la naturaleza mercantilizados, producen por esta característica, una “sobreganancia”, que se denomina “renta”. En los últimos tiempos en la Argentina (los meses del paro agrario de 2008) se oyó hablar acerca de la “renta extraordinaria” de los productores sojeros. Renta basada en los altos precios internacionales pero también en la apropiación privada de la tierra y en las diferencias de fertilidades que hacen, de la Región de la Pampa Húmeda una de las regiones del mundo de mayor productividad.

Por estas razones no sólo las teorías de izquierda como el marxismo, sino las liberales consideraron seriamente que para que los propietarios de las tierras no tuviesen estas ventajas frente a los propietarios capitalistas del sector industrial, la tierra tenía que permanecer en manos del Estado y los capitalistas agrarios debían rentarlas convirtiéndose en arrendatarios y, de este modo, la renta agraria quedaría en manos de toda la nación. Pero el antecedente peligroso que esta decisión constituía para todo el sistema de propiedad privada, influyó para que en las teorías liberales, más allá de algunos autores como Stuart Mill, no fuera una propuesta que prosperara. Sin embargo, como muy bien lo explica Carlos Marx, para que exista renta por propiedad (“renta agraria absoluta”) tiene que existir una clase de terratenientes cuya base territorial es el fundamento de un fuerte poder político. Por eso muchos “agraristas” durante el siglo XX propulsaron estructuras agrarias basadas en la pequeña agricultura familiar y relacionaron fuertemente las posibilidades de democratizar las sociedades con este tipo de sujeto agrario. Fue el siglo de las reformas agrarias promovidas por los organismos internacionales y los estados nacionales.<1>

Algunos autores han sostenido que en los países de la periferia próspera (EEUU, Canadá, Australia) fueron impulsados tempranos procesos de democratización, debido, precisamente, a la difusión que tuvo la pequeña propiedad en el medio rural (Vallianatos, 2003). Se marcaba una fuerte relación entre la forma en que es controlada la tierra y el carácter político de la sociedad. “Por esta razón, los griegos insistían en que pequeños pedazos de tierra debían ser distribuidos entre la mayor cantidad posible de ciudadanos libres dentro de sus estados, para que la democracia fuera la regla y no la excepción” (Vallianatos, 2003: 57). Los promotores de la constitución de los EE.UU. incorporaron, según Vallianatos (2003: 46/47,57), el modelo griego de democracia agraria en los fundamentos constitucionales de su república. Eran éstos los principios que sustentaban la democracia “jeffersoniana” de los 1800, el Homestead Act de los años de 1860 y el desarrollo de la irrigación bajo el Reclamation Act en los 1900. “Un sistema de poder basado en la Norteamérica rural como para favorecer a los pequeños farmers sería acorde con los principios fundamentales de la Constitución (Vallianatos 2003: 57)”. Pero este modelo pierde vigencia, en los mismos EE.UU., a partir del auge de la agroindustria, de las grandes empresas agroalimentarias, denominadas genéricamente como Agribusiness (agronegocio).

Nuestra América latina se constituyó como tal desde una apropiación colonial, devastadora y expoliadora sobre todos los recursos naturales. Tal vez los símbolos de esta colonización ibérica basada en la expoliación fueron la tierra y las montañas con sus ricos minerales (que hoy nuevamente están en la agenda neocolonial). Los grandes latifundios, las inmensas estancias cimarronas del sur, haciendas y plantaciones marcaron estas tierras en un destino del que parece difícil salir. Las reformas agrarias del siglo XX no alcanzaron para democratizar la tierra. Mientras los países ibéricos colonizadores se fueron retirando durante el siglo XIX, los modos de apropiación de los recursos, la tierra y territorios en general; las formas de concebir la apropiación de sus riquezas; los modos de generar conocimientos sobre ellos y la manera de pensar la redistribución de sus frutos, permanecieron en lo que muchos autores llaman “colonialidad” del poder y del saber (Quijano 2000). Es decir, el colonizador nos dejó internalizados sus propios modos de concebir la naturaleza, la vida y el conocimiento. Los viejos y ancestrales modos de concebir los territorios, la naturaleza en general, los alimentos y las relaciones entre los hombres, de las culturas preexistentes – Anahuac, Tawantisuyo, Abya Ayala- con la llegada de los ibéricos fueron interiorizados, invisibilizados produciéndose no sólo un verdadero etnocidio sino un fatal “epistemicidio” (Santos, 2006)

Enmarcar las reflexiones acerca de la tierra en estas miradas que hoy recorren nuestras naciones de la mano de nuevos actores en lucha, habilita la posibilidad, justamente, de que otras construcciones sean posibles en los escenarios de países en proceso de transformación. En nuestros días, pensar en la democratización de la tierra, la agroecología, la soberanía alimentaria, el respeto a la diversidad biológica y cultural como modo de construir los mundos agrarios y rurales es posibilitar la re-emergencia de formas de organización no coloniales y generar otras desde una tenaz resistencia a los mandatos neoliberales de “agronegocio”.

El caso argentino

La Argentina es uno de los países donde mejor funciona la teoría de la colonialidad del poder y del saber para dar cuenta de su historia dramática. El exterminio de sus poblaciones indígenas producido por quienes, justamente, “formaron la nación agroexportadora” en los finales del siglo XIX, condujo a que la “colonialidad”, cara oculta de la “modernidad”, habitara los pliegues más ocultos del poder y la sociedad. De este modo, los valores neocoloniales – ingleses primero, de EEUU y del mundo globalizado después- fueran tomados como propios y naturalizados en niveles desconocidos en la mayor parte de los países de América latina. De allí la actitud de nuestras elites y los sectores sociales altos y medios en relación con Europa y su distanciamientos de los países hermanos. El país se consideró “moderno”, con posibilidades de “progreso” ilimitado y en esa etapa se configuró una estructura social agraria basada en la gran propiedad ganadera y en un proceso de asentamientos de colonos europeos para la producción agraria complementaria a la primera. Toda la esperanza “blanqueadora” de pieles –desde la generación que pensaba el país desde el puerto- estuvo asentada en estos colonos europeos. A las pocas comunidades indígenas que habían sobrevivido –mapuches, ranqueles, aymaras, guaranies, wichis - se las arrinconó y se la utilizó como mano de obra barata para las florecientes agroindustrias del norte del país.

Los colonos europeos y las comunidades resistieron a las elites terratenientes nativas durante la primera parte del siglo XX y con el gobierno del Gral. Juan Perón varias mejoras de las legislaciones de arrendamiento y de contratos de trabajo (El Estatuto del Peón) fueron conseguidas. Durante algunas décadas se fue generando un entramado institucional que permitió la coexistencia razonable de la gran propiedad terrateniente con la pequeña producción familiar (“chacareros” de origen europeo) y el sector campesino criollo. Esto cambia rotundamente en los finales del siglo.

La gran transformación conservadora

Desde los mediados de los setenta, siguiendo los lineamientos del Consenso de Washington, el denominado modelo neoliberal fue permeando la economía en general y la agrícola en particular. Esta trasformación tuvo varias etapas pero en los noventa, durante el gobierno de Carlos Menem, logró concretarse. Se llevó a cabo, por un lado la desregulación económica con el desgarramiento de aquella trama institucional que permitía la coexistencia de la gran y pequeña producción y por otro, en 1996, la autorización de la semila transgénica de soja, que produjo la gran expansión de la oleaginosa. Comienza entonces un gran proceso de concentración de tierra y capital en la agricultura argentina.

Durante los años noventa, muchos integrantes de los llamados “estudios rurales” argentinos –como en el resto de América latina- se entusiasmaron con la liberalización de la economía agraria pues consideraron que esto permitiría un desarrollo productivo importante (cosa que realmente sucedió) y la finalización de políticas de “corte populista” (la protección a la pequeña propiedad). En estas concepciones, el mercado es considerado el mejor asignador de recursos y es quien permitirá bajar los costos de producción y obtener alimentos más baratos. Por supuesto esto último no sucedió: los alimentos aumentaron de precio, la gente fue expulsada del campo y perdió la posibilidad de la subsistencia y también de recibir a los parientes que habían migrado a la ciudad y fueron expulsados del mercado laboral. Se terminó de perfilar la configuración socioeconómica de la Argentina actual y en particular del país agropecuario. El Censo Nacional Agropecuario del 2002 mostró claramente esta tendencia (véase Teubal, et al 2005 y cuadro I).

Los primeros que recibieron el cimbronazo del gran cambio productivo fueron los pequeños productores del estrato de los familiares capitalizados, los más grandes del estrato de “hasta 200 hs” y perdieron la tierra a través del mecanismo por el que la pierden en casi todo el mundo: vía endeudamiento.

La estabilidad relativa en el nivel general de precios lograda a partir la aplicación del Plan de Convertibilidad –un peso igual a un dólar- del gobierno de Menem, creó una nueva situación aparentemente favorable al otorgamiento del crédito bancario al sector agropecuario. De este modo se liberó una serie de recursos crediticios a disposición de los pequeños productores en general.

Como consecuencia, aumentó el crédito agropecuario y el sector acrecentó significativamente su endeudamiento global. Hubo asimismo de parte de círculos oficiales el aliento a la “modernización” que indujo a muchos productores a endeudarse para comprar un tractor, renovar su maquinaria agrícola, etc. Los montos del endeudamiento financiero del sector fueron aumentando significativamente de $1.883 millones de pesos (equivalentes a la misma cantidad de dólares) en 1990, a $7.145 millones para el año 1994. Si agregamos el componente impositivo, previsional y comercial, la deuda global del sector alcanzaría en 1996 a un monto del orden de los 10 mil millones de pesos. Unas 13 millones de hectáreas estaban hipotecadas por los bancos y obviamente los pequeños productores comenzaron a no poder pagar.

Si bien en este mismo período los plazos promedio del endeudamiento aumentaron de 1.5 a 3 años, las tasas de interés reales y los costos financieros afines para el período post-hiperinflacionario (post 1989-1991) superó en promedio el 20% anual en términos reales (24% para el año 1991, y 20% para los siguientes), las cuales constituyen tasas de interés muy superiores a las disponibles en el nivel internacional. Estas tasas de interés no toman en cuenta una serie de costos que incluye el crédito bancario, tales como comisiones, gastos de mantenimiento etc. Asimismo, las garantías que exigen los bancos argentinos para el otorgamiento del crédito tienden a ser muy rigurosos. Estos gastos del endeudamiento tampoco consideran los intereses punitorios que tienden a multiplicarse hasta resultar confiscatorios.

Debido a que la estabilidad de precios lograda en los años de 1990 no fue acompañada por las correspondientes caídas de las tasas nominales de interés, las tasas reales aumentaron, haciendo más rentable el negocio financiero pero con perjuicios para los tomadores de crédito. Asimismo, las tasas de interés nominales fueron muy diferentes para los medianos y pequeños empresas con relación a los grandes.

La rentabilidad del sector, particularmente en lo que atañe a los medianos y pequeños productores, no creció a la par del endeudamiento. En forma creciente los productores medianos y pequeños se encontraron con deudas difíciles de cubrir debido a la situación macroeconómica. Si a esta situación se agrega el endeudamiento impositivo y previsional, puede entenderse el cuadro de crisis que paulatinamente fue gestándose.

En 1996 comenzaron los remates de tierra y simultáneamente aparece un movimiento de deudores (en realidad deudoras) que comenzaron a parar los remates a puro cánticos y rezos: es el Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha que lleva parado más de 500 remates pero que aún con estos logros no ha podido lograr que miles de otras familias perdieran sus tierra y muchos agricultores en forma dramática terminaran con sus vidas (véase Giarracca y Teubal, 2001).

De este modo, la expansión sojera encontraba una de las tantas formas de trabajar a “gran escala” en la zona más rica del país: la región pampeana. Pero mientras el precio internacional de la soja aumentaba seguía no bastándole concentrar tierra allí y los inversores sojeros con la ayuda de algunos estudios agronómicos y financieros de la zona norte del país, comenzaron una sistemática búsqueda de tierras en esta región. Los precios ayudaron, productores de alimentos como el arroz, la caña de azúcar, otros cereales se dedicaron a la soja. Así se calculaba que desaparecían 400 tambos (producción de leche) por año y los datos en general son elocuentes: la producción de soja pasa de 1988 al 2002 de 7.176.250 a 12.606.845 hectáreas mientras que, con excepción del trigo que acompaña la rotación de la soja, todos los granos disminuyen la superficie y la de los cultivos industriales (ubicados básicamente en la zona norte) lo hacen en una magnitud preocupante.

El segundo paso fue avanzar hacia las yungas o montes nativos y hacia territorios ocupados por campesinos y comunidades indígenas. Mientras que en el año 1914 los bosques nativos ocupaban el 39% de la superficie del país, hoy sólo representan el 14% del territorio nacional. Como lo han venido denunciado las organizaciones ecologistas, a partir de 1999, el desmonte, la tala indiscriminada sumó más de ochocientas mil hectáreas, básicamente a la producción sojera. En los últimos años de la “locura sojera” por el salto de los precios internacionales, se desmontaron 250 mil hectáreas de bosques nativos por año. Simultáneamente, el ecosistema de la región se deterioró debido al alto valor que poseen los bosques en materia de captación y regulación climática.

Arrinconamiento de la producción familiar y las resistencias

La crisis desatada por la desregulación económica complicó la integración de la pequeña producción a las actividades agroindustriales; las políticas públicas para el sector se convirtieron en “políticas sociales de contención” contando algunas de ellas con componentes productivos de escasos resultados reales a pesar de los grandes montajes burocráticos y técnicos. Muchos productores optaron por estrategias sociales que les permitieran mantener la valorada tierra: migraciones o multiocupación para conseguir ingresos extraprediales, por ejemplo. Pero en las regiones donde la tierra se convertía en la posibilidad clave de la expansión sojera la situación se presentaba con algunas diferencias. En efecto, Santiago del Estero una de las provincias más ruralizadas del país se convierte en el blanco de los inversores, se arrasan yungas y poblaciones que ocupan tierra con una forma de propiedad reconocida por el Código Civil de comienzos de siglo XX: la propiedad veinteañal. La ocupación por 20 años con mejoras sobre el suelo y sin registro de reclamos de eventuales propietarios, los convierte en portadores de derechos sobre la tierra. Los santiagueños para defender este derecho se vienen organizando desde comienzos de la democracia. En 1990 crearon la organización provincial que lleva el nombre de Movimiento Campesino Santiagueño (MOCASE). Otra provincia que está en la mira de los inversores es Salta, limítrofe con Bolivia por la extensión de sus yungas y por la ocupación de las poblaciones indígenas de sus tierras ancestrales, siempre en litigios.

Las organizaciones que resisten las ocupaciones de tierra crecen en todo el país, se congregan durante 2008 en La Coordinadora Nacional Campesina que integra al Movimiento Nacional Campesino e Indígena, la Federación de Campesinos y un gran conjunto de organizaciones independientes. Existen otras organizaciones articuladas con el Consejo Asesor indígena (CAI) del sur del país o independientes y autónomos pero de significativa visibilidad como la Organización Tinkunaku (en 2007 recuperó 60 mil hectáreas de sus ancestrales tierras).

La tierra argentina, concentrada en pocas manos desde el avasallamiento de los territorios indígenas y la apropiación en la formación nacional de 1880, en el siglo XX fue concentrándose aún más y sobre todo a partir de la mitad posterior del período. Mientras en el Censo Nacional Agropecuario (CNA) de 1947 en las 173.448.104 has implantadas se asentaban 471.389 explotaciones, haciendo un promedio medio de superficie de 367,9 hs, en el último CNA de 2002, en las 174.808.564 has censadas se asentaban sólo 333.533 explotaciones, subiendo el promedio en 524,1 has. Téngase en cuenta que en Europa el promedio de superficie por explotación ronda las 40 hs y en EEUU no pasa las 200 has.

Este continuo proceso de concentración de la tierra en pocas manos puede verse en el cuadro I donde se comparan los dos últimos censos (1998 y 2002); puede notarse la disminución de las explotaciones en casi todos los estratos de superficie hasta las 500 has y el aumento de 12 empresas en el mayor estratos registrado (más de 20.000 has) sumando casi un millón de hectáreas al estrato. En esos niveles de superficie, además, es donde aparecen los fuertes pools de siembra con grandes financiadores nacionales e internacionales.





Algunas reflexiones finales

El caso argentino es uno de los más dramáticos en relación con el tema de la democratización de la tierra. El país posee una de las praderas más fértiles del planeta que desde que se configuró el territorio permanece en pocas manos tanto en lo referente a la propiedad como al control sobre la producción. Nunca se discutió la posibilidad de una reforma agraria, ni siquiera cuando esta política pública estaba en la agenda de los organismos internacionales. El destino que se deparó al país es el de la gran extensión agrícola para beneficio terrateniente primero y para los nuevos sujetos del agronegocio luego.

La “reforma agraria” nunca figuró en la agenda política de los partidos con base popular, nunca además se pensó posible que los desocupados - desafiliados del sistema industrial a mediados de los setenta (situación agravada en los noventa)- pudieran encontrar un destino de trabajo agrícola en las extensas tierras agrícolas ganaderas al estilo del Movimiento Sin Tierra en Brasil. En el imaginario social de la “moderna” Argentina, el campo es un gran territorio que produce las divisas necesarias para financiar un estilo de vida urbano (lo más parecido a Europa posible) y si en él hay o no agricultores, es una cuestión que lo tiene sin cuidado<3> . Muchas veces he repetido que Raymond Williams en su libro “El campo y la ciudad” sostenía que en Gran Bretaña, el primer país que se industrializó y urbanizó en el mundo, se podía hallar a poco de retroceder en las biografías personales de sus habitantes un pasado agrícola del que se sentían nostalgiosos y orgullosos. Por el contrario, la Argentina, país capitalista que emerge en el siglo XIX por su desarrollo agroexportador, siempre ha tratado de negar estos comienzos agrarios; se ha empecinado en negar esas mayoritarias historias familiares con antepasados indígenas, europeos, árabes, rusos, criollos, etc. de orígenes campesino, para resaltar la gran ciudad, su cultura y su progreso europeizante. Como buenos consumidores de la modernidad periférica, se colocó en el campo y en sus pobladores el atraso y la barbarie, mientras en la ciudad y la industrialización temprana se visualizó el añorado e ilimitado progreso. Por eso, lo que pasara con la tierra poco importaba al ciudadano medio.

Por todo esto, es muy interesante conocer lo que está pasando en los últimos tiempos en relación con la tierra en Argentina. Por un lado, pobladores de las zonas arrasadas por los inversores sojeros se organizan, crecen en número y en organizaciones y luchan por permanecer en las tierras y extender sus territorios. Por otro, las comunidades indígenas estimuladas por el gran movimiento latinoamericano y mundial de los pueblos y naciones indias, reclaman por la devolución de sus territorios. Los documentales y bibliografía críticos a la tendencia de la gran expansión sojera pululan por los ámbitos de los universitarios citadinos. Agregaría, finalmente, que en el último conflicto del gobierno con el campo (marzo a julio de 2008), la batalla simbólica, mediática el gobierno la pierde antes que la legislativa<4> , Justamente, por no saber diferenciar a los pequeños productores de maíz, trigo, producción de carne, lechería e incluso soja del gran terrateniente agropecuario y de los nuevos y grandes sujetos agrarios sojeros (o diferenciándolos tardíamente). Estas miradas sobre las poblaciones que habitan los vastos territorios por parte del habitante de las grandes ciudades, son relativamente novedosas y suponen que un debate sobre la democratización de la tierra en la Argentina y una profunda crítica a la famosa “agricultura a gran escala” con tecnologías de punta –la mentada “agricultura sin agricultores”-, hoy es posible.

Bibliografía

Giarracca, N. y Teubal, M. (2001), “Crisis and Protest en Argentina: The Movimiento Mujeres Agropecuarias en Lucha”, en Latin American Perspectives, Issue 121, Vol. 28, Nº 6, noviembre, EEUU.

Giarracca, Norma (2005), “La gran transformación agraria y de los mundos ‘rururbanos’”, en Encrucijadas. Revista de la Universidad de Buenos Aires, Nº 30, Buenos Aires.

Quijano, Aníbal (2000) “Colonialidad del poder eurocentrismo y América Latina” in La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, Buenos Aires, CLACSO.

Santos, de Sousa Boaventura (2003), La caída del angelus novus: ensayos para una nueva teoría social y una nueva práctica política, Bogotá, ILSA.

Santos, de Sousa Boaventura (2006), Renovar la Teoría Crítica y Reinventar la Emancipación Social Encuentro en Buenos Aires, Buenos Aires, CLACSO - Facultad de Ciencias Sociales. En prensa.

Teubal, Miguel et al (2005), “Transformaciones agrarias en la Argentina. Agricultura industrial y sistema alimentario”, en Giarracca, N. y Teubal, M. (coord.), El campo en la encrucijada. Estrategias y resistencias sociales, ecos en la ciudad, Buenos Aires, Alianza Editorial.

Vallianatos, E. G. (2003): “American Cataclism”, en Race & Class, Institute of Race Relations, Vol. 44, Nº 3, enero-marzo, Londres.

Notas:
<1> Es muy interesante constatar que en la actualidad la mayoría de los organismos internacionales no sólo evitan conceptos como “reforma agraria” sino el de “tierra” (hasta la propia FAO)
<2> “Agricultura sin agricultores” fue una frase diseñada por los franceses, rechazándola y demostrando que en realidad, a los europeos, les interesa el paisaje agrario, sus poblaciones, sus productos con fuete carga cultural como el vino, los frutales, etc,.
<3> No puede aprobar una ley de impuestos a las exportaciones en la Cámara de Senadores

 

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